Trampantojos (I). A imagen y semejanza de Dios.

Capítulo anterior: Presentación de personajes.

Estaba Antonio realizando la vigilancia de patio que le tocaba aquel jueves de primavera. Había finalizado, no hacía nada, el turno de almorzar de los chavales de primaria. Sonaba en esos instantes el timbre en los pasillos de secundaria y pronto comenzarían a bajar, desbocadas, todas las salvajes hordas furibundas de jóvenes hambrientos, no sólo de bocadillo, sino de ideas con las que llenar sus cerebros llenos de dudas e interrogantes.

Tal y como se forman los deltas marinos, así se abría el río de chavales que surgía fuerte e impetuoso por las puertas del edificio de secundaria hasta cubrir todo el patio "marino" del colegio.

Paseaba Antonio discretamente por el patio, saludando a algún exalumno del que ambos todavía se guardaban gratos recuerdos, mirando algún amago de conflicto que no lo era, o dejándose ver para mantener la sensación de seguridad en el patio, o simplemente por si alguien quería consultarle algo.

En esas, Iris, una alumna perspicaz y despierta de tercero de secundaria; de la clase B, esa que está en el segundo piso; se hace la encontradiza con Antonio y le espeta directamente, a bocajarro, una idea que se había engullido por sorpresa en clase de Religión y que no acababa de digerir del todo.

Iris.- A ver si lo he entendido. Entonces, ¿no has dicho hoy en clase que Dios nos ha hecho a todos según su voluntad y a su imagen y semejanza?

Antonio.- Claro. Así lo afirma en el Génesis cuando afirma que "Y dijo Dios: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra." Gn 1, 16

Iris.- Entonces, estoy hecha a imagen de Dios y si Dios me hizo así es porque Dios quiere que sea así.

Antonio.- Cierto. Y Dios es bueno y todo lo que hace Dios está bien. De hecho, Él mismo lo afirma repetidamente en el Génesis, a medida que va creando cada cosa en el universo: "...y vio Dios que estaba bien". Incluso aunque hayas nacido con una sola mano, o estés coja, seas morena o pelirroja. Da igual, Dios te quiere como eres y a sus ojos, eres preciosa. No importa lo que el resto de la gente diga o piense de ti.

---- Lo dijo pensando que en estas edades todavía no sabemos qué es lo que nos depara el futuro, cuál es la razón de nuestra existencia en este o surgen dudas sobre nuestro aspecto, belleza o cualquier otra cuestión que afecte a nuestras posibilidades.

Pero Iris, después de poner las cartas anteriores sobre la mesa, boca abajo, destapa su primera carta.

Iris.- Quiero decir, que si a mi me gustan las chicas, es porque Dios quiere que me gusten y es buena esa atracción pues Dios la ha puesto en mi.

Antonio.- Bueno... eso no es exactamente así. Estamos atrapados en el lenguaje y nuestra capacidad de expresar el mundo está limitada por la precisión de los conceptos que somos capaces de emplear para definir las cosas o las situaciones. Lo que has dicho es cierto, pero también es falso, por la ambigüedad del significado de las palabras que empleas. Y de esa ambigüedad se han aprovechado los que han confeccionado ese tipo de frases.

Iris.- No entiendo Antonio. ¿Qué hay de malo en querer a otra persona?

Antonio.- Fíjate, yo quiero a mi madre. Y empleo el mismo verbo que tú también has empleado. Sin embargo, estoy seguro que lo que tú querías decir, con el verbo querer, no es lo mismo que lo que te ha venido a la mente cuando te he dicho que yo también quiero a mi madre. ¿A que no?

Iris.- Por supuesto. Yo también quiero a mi madre.

Antonio.- Claro. Fíjate, a mi me gustas tú. Me pareces una chica divertida, joven, simpática, despierta y curiosa, que tiene inquietudes y una sed enorme de verdad y que no tolera la hipocresía, ni la falsedad. Por eso me gustas. También me gusta mi mujer, la madre de mis hijos. En ese sentido, ambas me gustáis. Sin embargo, mi relación contigo no es la misma que con mi mujer. Ni por supuesto con mi madre... o con la tuya.

Iris.- Vale. Lo admito. Tú tampoco me caes mal. Pero no pienses mal porque te sigo diciendo que me siguen gustando las chicas.

Antonio.- Bueno, en eso, coincidimos los dos. A mi también me gustan las mujeres. Y mucho. No dejo de ser un hombre. Y los hombres, estamos condicionados por nuestra genética a estar atraídos por las mujeres. Es nuestra condición humana y masculina. Y es también el instinto de supervivencia y de reproducción.

Iris.- Entonces no te extrañarás de mi atracción tampoco.

Antonio.- Sí que me extraño, porque tú eres una mujer y las mujeres, genéticamente, la evolución o la ley natural o como quieras llamarlo, naturalmente, les gustan los hombres. Las mujeres están condicionadas por su genética a estar atraídas por los hombres. Es su condición humana y femenina.

Iris.- Esa regla también tiene excepciones. Y yo soy una de ellas.

Antonio.-  Vuelvo a repetir lo de la ambigüedad del lenguaje que empleamos. Para poder desenmarañar esta confusión, creo que lo más conveniente sería ampliar nuestro lenguaje hasta poder separar con mayor precisión los conceptos para poder expresar exactamente a qué nos referimos.

Por ejemplo. A partir de ahora, vamos a usar el verbo gustar (que hace referencia al sentido del gusto y del sabor) para definir nuestra preferencia, agrado o beneplácito por alguien. Y vamos a emplear el verbo amar para definir cuando prefieres el bien de la otra persona amada por encima del tuyo personal o incluso aunque ello te cause un mal, objetivamente hablando, no digo ya figurado o percibido. Es decir, cuando estás dispuesta a sufrir incluso dolor, sufrimiento, un daño, en definitiva, para que la otra persona reciba un bien. Por ejemplo, cuando tú le dejas parte de tu bocadillo a tu mejor amiga porque ella se ha quedado con hambre o porque ese día se le olvidó el bocadillo en casa.

Iris. Bueno, hasta el momento, no has dicho nada nuevo que no supiéramos ya. Vaya rollo me estás soltando para no decir, al final, nada. Y todo esto que ya se, ¿para qué me sirve?

Antonio.- Sigo. Ahora vamos a introducir el sexo en todo esto.

Iris.- Vale. Esto ya me está comenzando a gustar más.

Antonio.- OK. Vamos allá. A partir de ahora, vamos a usar la frase "apetecer sexualmente" cuando la otra persona nos excite sexualmente, nos atraiga sexualmente o deseemos sentir placer sexual con ella. Vamos, que me apetece tener sexo contigo. ¿Te parece bien?

Iris.- Vale. 

Antonio. OK. Entonces, empleando el nuevo vocabulario, cuando antes has dicho que a ti te gustaban las chicas, era porque Dios quiere que te gusten y es buena esa atracción pues Dios la ha puesto en ti; en realidad, lo que realmente querías decir es que a ti te apetecía tener sexo con otras chicas, te gusten o no, sean amigas tuyas o no, te caigan bien o no. Y eso es bueno porque Dios es bueno, Dios permite esa atracción sexual y, por lo tanto, eso es lo que Dios quiere. ¿Cierto?

Iris.- Bueno... Dicho así, queda un poco brusco y hasta feo de decir, pero... sí. Dicho de una forma franca y directa... sí, es lo que quería decir.

Antonio.- El primer paso es quitar la manta para que aparezca el paciente. 

Iris.- Yo no estoy enferma.

Antonio.- Nadie  ha dicho que estés mal.

Iris.- Lo has insinuado. Has dicho paciente.

Antonio.- OK. Tienes razón. Vale, cambio paciente por el cuerpo que está debajo de la sábana y que la sábana ocultaba. ¿Así te va mejor?

Iris.- No me gusta lo que has dicho. Yo no soy una enferma.

Antonio.- Ninguna persona es un enfermo. En todo caso, está enferma. La enfermedad no es un atributo de la persona, sino una situación temporal, que a veces, puede ser permanente. Condiciona, pero no determina.

Iris.-  Si uno es tetrapléjico, eso no condiciona tu vida, la determina.

Antonio.- Sí, es verdad. Eres rápida de reflejos. La vejez también determina y no sólo condiciona. Sin embargo, yo más bien me refería a que un sarampión, condiciona durante un tiempo, pero no determina la totalidad de tu vida. Puedes estar con gripe una semana, pero eso no va a conseguir que pierdas tu trabajo. Te puedes romper una pierna, pero eso no impedirá que puedas realizar algún día una maratón si te entrenas, cosa que muchos que no se han roto las piernas, posiblemente, ni se lo planteen a lo largo de su vida.

 Iris.- Sí, te he entendido.

Antonio.- OK. Volvamos al tema anterior porque creo que nos hemos ido un poco por las ramas. A ver... yo estaba diciendo que no es el mismo gusto el que tienes por tu madre o tu padre que el que tienes por una chica que va a tu clase o has conocido el finde; aunque hayamos empleado el mismo verbo "gustar". ¿Cierto?

Iris.- Sí. Eso es lo que estabas diciendo.

Antonio.- Esa diferencia que percibes, pero que no puedes expresar porque te falta vocabulario para poder matizar el significado, es lo que los antiguos griegos matizaban empleando hasta cuatro palabras distintas para definir el “amor”: eros, ágape, philia y storge.

Eros es el nombre que deberías dar al "gustar" placenteramente de tu amiga. Este Eros corresponde al "amor pasional",- y hace un gesto de las dobles comillas con los dedos índice y corazón de ambas manos, a la vez- aquel que se deja llevar por el deseo físico y la atracción por el placer sexual.

Por otro lado, el gusto por tu hermana, como persona con la que compartes secretos y a la que preguntas cuando estás indecisa, sería el "storge" fraternal. Este Storge implica admiración y cariño mutuo.

Esa misma admiración y cariño que tienes con tus amigos y compañeros de clase sería la philia que es similar a la amistad.

Y de todos ellos, el amor máximo, el supremo, el mejor, el que ama sin condición, sin necesidad de que el otro te entregue nada a cambio, es el ágape. Este amor es el que acepta al otro tal y como es; sin pedirle nada a cambio; por ser QUIEN es; sin necesidad de que cambie; de que sea diferente o sienta el más mínimo interés por ti. Es el caso del cantante de moda por el que te desmayas sin que él haya llegado a conocerte jamás.

Iris.- Entonces... a ver si lo he entendido bien... ¿Los griegos llegaron a identificar cuatro tipos diferentes de amor en función de a quien querías y el grado de intimidad que tenías con esa persona?.

Antonio.- Eso es. Habían como cuatro tipos diferentes de amor según la relación que mantuvieras con ellos. Y el criterio era familiar. Era la familia la que determina el sentido del amor que sientes por los demás. Fíjate que bonito. Dentro de una familia, si amas a los hermanos, sientes storge. Si amas a los padres o estos te quieren a ti, se podría decir que es un tipo de ágape. El amor que sientes por los que no son de tu familia, se llama philia y si ese amor te lleva a desear formar otra familia diferente de la de tus padres con alguien por el que sientes philia, entonces, a eso se le denomina eros. Unos no eliminan a los otros y al mismo tiempo, puedes sentir todos ellos a la vez con diferentes personas e incluso varios a al vez con la misma persona.

Iris.- Que asco. ¿Me estás diciendo que puedo desear sexualmente a mi hermano?. 

Antonio.- Desgraciadamente, así es. Si no hay un freno moral o ético, se podría dar el caso. De hecho existe una palabra para identificar esas relaciones. Afortunadamente son casos extraordinarios y se suelen dar muy poco, pero se han dado en el pasado, incluso entre padres e hijos. A esto se le ha llamado siempre incesto con o sin estupro, dependiendo de la edad del hijo o hija.

Iris.- ¿Qué es eso de esturpo? No lo había oído nunca. Me resulta una palabra muy fea.

Antonio.- Estupro. Se dice estupro.  Esta palabra hace referencia a cuando un adulto mayor de edad, con total conocimiento de causa, establece un coito con otra persona mayor de 12 años, pero menor de edad, aprovechándose de su superioridad debida a su relación familiar, educativa o cualquier otra jerárquica basada en la relación laboral o de cualquier otro tipo. Por ejemplo... tu y yo, si mantuviéramos relaciones sexuales entre ambos.

Iris.- Eso le pasó a una amiga que se quedó embarazada por su novio, que ya iba a la universidad. 

Antonio.- Bueno, en ese caso, no habría estupro porque no hay entre ellos una relación de "superioridad". Simplemente sería una relación de philia que al final acabó cediendo a eros.

Iris. Pero no acabó muy bien. No se podían hacer cargo del niño. Ninguno de los dos trabajaban y en casa se montó un pollo que ni te cuento.

Antonio.- Pero, ¿se casaron?

Iris.- ¡Que va!. Al final mi amiga abortó al niño y la pareja acabó separándose. Un rollo. Mi amiga sufrió un montonazo. Desde entonces no ha vuelto a ser la misma. Ya no sale con nadie y me ha jurado que en cuanto pueda, se va de casa y los envía a todos a la mierda. Está muy dolida por lo que pasó, pero sobre todo por lo decepcionada que quedó al ver cómo respondían sus padres, su novio... incluso sus mejores amigas.

Antonio.- Lo siento mucho. No sabía nada. Debió de ser muy doloroso para ti también.

Iris.- Ya lo creo. Pero más lo fue para mi amiga. Ha perdido su sonrisa, que era preciosa y esa luz que tenía en su cara cuando hablaba del novio, cuando estaba enamorada... esa no ha vuelto. Ha dicho que no volverá a querer a ningún hombre nunca más. Y yo le doy la razón. Nada mejor para entender a una mujer otra mujer. Y además, no te dejan preñada.

Antonio.- Cierto. Sólo una mujer puede entender a otra mujer como sólo una mujer podría hacerlo. Pero, ¿realmente es eso lo que desea una mujer como fin último? ¿No es acaso un pobre y triste consuelo que sólo viene a denunciar e intentar suplir, insuficientemente, la ausencia de otro destino superior?

Iris.- ¿Superior?¿Superior a qué?

Antonio.- El consuelo que ella necesitaba era el de su novio. Ella deseaba con todo su corazón que su novio luchara por el hijo de ambos. Ella esperaba que las familias apoyaran su unión, su decisión, que les ayudaran a mantener el hijo; al menos durante un tiempo, sólo hasta que ellos pudieran emanciparse definitivamente; no para siempre.

Iris.- Pero sólo recibieron quejas y reproches.

En eso que Antonio percibe que aparece Franca, la subdirectora del centro, por la puerta de secretaría que da al patio y le hace señas de que se acerque.

Antonio.- Iris, lo siento, Franca me está haciendo señas y no sé lo que quiere. Me tengo que ir. Lo siento. Si quieres, podemos seguir con esta conversación otro día. Voy a ver qué está pasando.

Iris.- Vale, no importa. Gracias por todo. Ya hablamos otro día. Adiós.


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