La unidad es una seña de identidad de la Iglesia Católica

La Iglesia Católica es una

La Iglesia Católica, una y unida, ha sido una de las señas de identidad desde el principio de su historia, y hasta el día de hoy (1). El Hijo de Dios se encarnó y dió su vida en la Cruz precisamente para eso, «para reunir en uno a todos los hijos de Dios, que están dispersos» (Jn 11,52). El Buen Pastor, al precio de su sangre, se adquiere un rebaño que permanece unido bajo su guía.

La Iglesia es, pues, la reunida, la única Esposa de Cristo, su único Cuerpo.  Es la contraria a los protestantes que se desangran en miles de sectas, afirmando para sí que cada denominación es sólo ella, la única iglesia real y verdadera.

La Iglesia está unida por el don del Espíritu Santo, que en Pentecostés, al contrario de Babel. La Iglesia es una y formada «de todo pueblo, lengua, raza y nación» (Ap 5,9). Ahora, como «todos hemos bebido de un mismo Espíritu» (1Cor 12,13), «solo hay un Cuerpo y un Espíritu» (Ef 4,4); «un solo Señor» (Ef 4,5).

La Iglesia está compuesta por «una muchedumbre de los creyentes que tiene un corazón y un alma sola» (Hch 4,32) que «persevera en escuchar la enseñanza de los Apóstoles» (Hch 2,42); «concordes en un mismo pensar y un mismo sentir» (1Cor 1,10; cf. 1Pe 3,8).  por la caridad y la obediencia, «perseveran en la unidad fraterna (koinonía)» (Hch 2,42).

Está unida por la obediencia, que con la verdad y el amor, es la fuerza unitiva por excelencia. Los católicos creen en la sucesión apostólica, y reconocen en conciencia la obligación de obedecer a los Pastores apostólicos puestos «por el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios» (Hch 20,28). La obediencia de los fieles a unos pastores sagrados y a unas leyes de la Iglesia los guarda a todos en la perfección de la unidad eclesial. 

La fuerza de la unión

La fuerza que permite esa unión entre todos los miembros de la Iglesia son los sacramentos y en especial, la Eucaristía que, instituida por el mismo Cristo, permite mantener la unidad de la Iglesia (Unitatis redintegratio 2). «Todos somos un solo cuerpo, porque todos participamos de ese único pan» (1Cor 10,17).

«La Casa de Dios, que es la Iglesia de Dios vivo, es columna y fundamento de la verdad» (1Tim 3,15). El Espíritu de la verdad la guía siempre hacia la verdad completa (Jn 16,13). Él nos hace oír siempre, por el ministerio de los Apóstoles, la voz de Cristo, que «nos habla desde el cielo» (Heb 12,25).

De otro lado, bien diferenciada, está la Iglesia, que por obra del Espíritu Santo, permanece unida en la verdad, pues todos los creyentes reciben la enseñanza de los Apóstoles (Hch 2,42), seguros de que quienes les oye a ellos, oye al Señor (Lc 10,16).

La desunión

La desunión entre los «cristianos» es un escándalo muy grave, contrario a la voluntad de Cristo, que quiere que «todos sean uno» (Jn 17,21). Por ello, cuando se producen rupturas como en el caso de los protestantes, se dificulta la misión ad gentes de la Iglesia. Esta sería la desunión externa, pero el escándalo más grave es el de la desunión interna, dentro de la misma Iglesia católica. Éste es el peor de los escándalos, y el que sin duda más daña a la Iglesia y al mundo, a las misiones y también al ecumenismo.

El ministerio de la predicación apostólica

Corresponde a los apóstoles tres acciones unidas e inexcusables entre sí: 

  1. Predicar la verdad evangélica «te conjuro ante Dios y Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, por su aparición y por su reino: predica la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, enseña, exhorta con toda paciencia y doctrina» (2Tim 4,1-2).
  2. Defenderla de los errores contrarios. Santo Tomás afirma que en una empresa es implícito «procurar una cosa y rechazar su contraria. Por ello, así como es misión principal del sabio meditar y exponer a los demás la verdad [...], así también lo es impugnar la falsedad contraria» (Contra Gentes I,1).
  3. Reprobar eficazmente a los maestros del error. Comentando 1Tim 1,3 dice Santo Tomás que es deber del superior, «primero, refrenar a quien enseña el error; y segundo, impedir que el pueblo preste oídos a quien enseña el error». Así mismo,  «Por parte de la Iglesia está la misericordia para la conversión de los que yerran. Por eso no condena luego, sino “después de una primera y segunda corrección” [Tit 3,10]. Pero si todavía alguno se mantiene pertinaz, la Iglesia, sin esperar a su conversión, lo separa de sí misma por sentencia de excomunión, mirando por la salud de los demás» (STh II-II,11,3). Y el mismo Cristo afirma: «si alguno escandaliza a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino y le arrojaran al fondo del mar» (Mt 18,6).

Deber de denunciar el error

La Iglesia afirma el deber de denunciar el error: «los fieles tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia», etc. (canon 212,3).

Los Pastores sagrados han de predicar la verdad evangélica –entera, toda; también aquella que puede ocasionar rechazos–, deben refutar los errores que dañan a los fieles, y están obligados, incluso por el Derecho Canónico, a sancionar eficazmente a los maestros del error: «Debe ser castigado con una pena justa quien 1º [...] enseña una doctrina condenada por el Romano Pontífice o por un Concilio Ecuménico o rechaza pertinazmente la doctrina descrita en el c. 752 [sobre el asentimiento debido al Magisterio en materias de fide vel de moribus] y, amonestado por la Sede Apostólica o por el Ordinario, no se retracta; 2º quien de otro modo desobedece a la Sede Apostólica, al Ordinario o al Superior cuando mandan o prohíben algo legítimamente, y persiste en su desobediencia después de haber sido amonestado» (canon 1371).

Acerca de esto, en el Código de 1917, vigente hasta el de 1983, la Iglesia determinaba estas penas: sean «apartados del ministerio de predicar la palabra de Dios y oír confesiones sacramentales y de todo cargo docente» (c. 2317).

Volviendo al Código actual, de 1983: la Autoridad suprema de la Iglesia establece que «debe ser castigado» el que atenta contra la doctrina o a la disciplina de la Iglesia. No dice simplemente que puede ser castigado, sino que debe serlo. Es, pues, un deber pastoral de los Obispos.

«Mirad por vosotros y por todo el rebaño, sobre el cual el Espíritu Santo os ha constituido Obispos, para apacentar la Iglesia de Dios, que Él adquirió con su sangre. Yo sé que después de mi partida vendrán a vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño, y que de entre vosotros mismos se levantarán hombres que enseñen doctrinas perversas, para arrastrar a los discípulos en su seguimiento. Estad, pues, vigilantes» (Hch 20,28-31: episcopos = vigilante, guardián).

El ejemplo de los Apóstoles

Desde el principio, la Iglesia tuvo que combatir a muchos falsos teólogos: «saldrán muchos falsos profetas y extraviarán a mucha gente» (Mt 24,11; +7,15-16; 13,18-30. 36-39). Por eso los apóstoles sirven la verdad evangélica del triple modo anterior:

  1. Proclaman la verdad del Evangelio, conscientes de su autoridad apostólica (Rm 1,5; cf. 10,16), «Somos embajadores de Cristo, y es como si Dios os exhortase por medio de nosotros» (2Cor 2,15). Por eso «al oír la palabra de Dios que os predicamos la acogisteis no como palabra de hombre, sino como palabra de Dios, cual es la verdad» (1Tes 2,13), «daban con gran fortaleza el testimonio» de Cristo (Hch 4,33), predicaban «con franca osadía el misterio del Evangelio» (Ef 6,19). Y se atrevían a predicar también aquello que a los mundanos les parecía «locura y escándalo» (1 Cor 1,23). Llegaban a pedir, por ejemplo, a los cristianos que no tuvieran pleitos, que «prefieran sufrir la injusticia y ser despojados» (1Cor 6,7), imitando así a Cristo (1Pe 2,19-23).
  2. Combaten los errores que comienzan a formarse ya en su tiempo, las falsedades de nicolaítas, docetas, judaizantes, escatologistas, libertinos...
  3. Luchan contra los maestros del error. Santiago considera que la doctrina de estos maestros de la mentira es «terrena, natural, demoníaca» (3,15). San Pedro los ve «como animales irracionales, destinados por naturaleza a ser cazados y muertos» (2 Pe 2,12). También San Judas los considera «animales irracionales» (10), y dedica casi toda su carta a denunciarlos como «árboles sin fruto, dos veces muertos», destinados a una condenación eterna (3-23). San Juan en el Apocalipsis, en sus cartas a las siete Iglesias de Asia (2-3), hace acusaciones de enorme gravedad acerca de desviaciones doctrinales y disciplinares (cf. 1Jn 2,18.26; 4,1). Según él, esos falsarios no son del Reino divino: «son del mundo; por eso hablan el lenguaje del mundo y el mundo los escucha» (1Jn 4,5-6; +Jn 15,18-27).

(1) 1964, Vaticano II, decreto Unitatis redintegratio 2; 2000, Congregación para la Doctrina de la Fe, Dominus Iesus IV

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